viernes, 14 de enero de 2011

OTRO DE LOS NUESTROS


Cuenta la leyenda que en la trastienda de una librería de la calle Aribáu de Barcelona había una mesa llena de libros prohibidos. Cuenta la leyenda también que la susodicha mesa disponía de un mecanismo de poleas capaz de elevarla a las alturas cuando la librería en cuestión era visitada por los agentes de la policía. Cuenta la leyenda que la siniestra pasma franquista descubrió un día el truco y -eso ya no es leyenda- el propietario de la librería terminó en la carcel. Ser librero en aquellos años oscuros era un delito.
Quienes peinamos canas nos acordamos de aquellos libreros románticos que nos vendían bajo mano las publicaciones de El Ruedo Ibérico o las ediciones mejicanas o argentinas de los clásicos del erotismo. No sólo se jugaban su negocio, se jugaban su libertad. Con dos cojones.
Recuerdo una librería de la calle Génova -La Tarántula-, muy cercana a la emisoria de radio en la que yo trabajaba, que me traía de "estranjis" esos libros que a mis veinte años no leía, devoraba.
El librero de Aribáu, el de las poleas, era hijo de un coleccionista de imágenes picantes. Y cuenta la leyenda que ese acaparador de sueños húmedos encargaba dibujos de sus fantasías eróticas a oscuros artistas de su época. Corrían los primeros años del siglo pasado.
No se sabe si fue cosa genética o simple cuestión monetaria lo que llevó a Salvador Egéa a mantener esa tradición de librero disoluto, capaz de inventar mecanismos imposibles para burlar a la legalidad vigente y de sacrificarse hasta el punto de terminar con sus huesos en la carcel.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que heredó de aquel padre díscolo, ni lo que atesoró después en años y años de ejercicio como librero clandestino.
Recuerdo, eso sí, que cuando llegué a Barcelona, sin un céntimo y sin nada que hacer, me escapaba a la librería del señor Egéa a curiosear libros imposibles, inalcanzables y extraordinarios. Hasta que me echaban por mirón. Pero allí, en aquellos ratos, descubrí a Willie, a Stanton, a Crepax, a Manara. Descubrí también el porno duro y algunos clásicos imprescindibles. Egéa te ponía ante tus narices a Baudelaire, a Rimbaud a Bataille, a Sade Así que no sólo descubrí cosas, me descubrí a mí mismo.
Cuando empecé a editar Sado Maso, el señor Egéa -así le llamábamos- me compraba más revistas de las que podía vender. Sacaba un fajo de billetes del bolsillo y me compraba esa edición y parte de la siguiente. Decía él que mi revista se vendía bien y que me adelantaba dinero para que no se me olvidase hacer el próximo número. Siempre me decía que tenía que ganar dinero. Sostenía que "para ser puta y no ganar dinero era preferible ser honrada". Parece evidente que no le hice caso. Y me arrepiento.
Luego, convertido ya en en ese personaje que soy y que a menudo aborrezco, solíamos comer juntos al menos una vez al mes. Siempre en la misma mesa del mismo restaurante. A veces, cuando Berlanga visuitaba Barcelona, la comida era a tres bandas. Siempre pagaba él. Cosa rara porque era catalán militante y ya se sabe: la pela es la pela. La relación entre aquellos dos erotómanos impenitentes era una mezcla de amor, odio y envidía. Solían preguntarme discretamente sobre los tesoros del otro. Ponce, dime, ¿has visto esas maletas que guarda el viejo en el garaje?, ¿has estado en esa famosa buhardilla de Luis?, ¿Es verdad lo que se cuenta? Yo me los quitaba de encima con evasivas y alimentaba esa dulce placer que alienta la ansiedad del coleccionista.
Ayer me llamó Vigil para decirme que Salvador Egéa -el señor Egéa-había muerto. No hace falta que diga que con él se marcha una forma de entender el erotismo que nada tiene que ver con las redes sociales, los nicks y esas cosas que nos alimentan. Con él se marcha el papel que huele a sexo, a sudor, a paja clandestina. Con él se marcha esa cultura del libro para leer con una sola mano. La cultura con la que he crecido y en la que he vivido.
No soy creyente y me temo que el señor Egea y Berlanga no estarán juntos en ningún sitio cambiándose esos cromos que tanto les gustaban. Al contrario, me temo que esos cromos se van a poner a la venta de una forma obscena por parte de unas familias ansiosas por borrar lo que entienden que es una verguenza.
Habrá que hacer algo.

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